jueves, 10 de marzo de 2011

Nuestro hombre en Trípoli

Nuestro hombre en Trípoli


Cuba y Libia habían emprendido senderos que discurrían en paralelo y que se juntarían en más de una ocasión. El punto de mayor coincidencia se centraba en sus líderes, en la simpatía que se profesaban ambos caudillos. De ahí que en 1980, cuando nuestra isla había sido sacudida por la escapada en masa de más de 100.000 cubanos, Gadafi le volvió a extender oficialmente su mano solidaria. Con un mensaje cargado de loas, felicitaba a Fidel Castro por haber sido reelecto como primer secretario del Comité Central en el II Congreso del Partido Comunista. El militar de academia llevaba por ese entonces más de una década al mando de aquel vasto territorio al norte de África, mientras nosotros superábamos aquí los 20 años escuchando los interminables discursos del máximo líder. Ambos basaban parte de su retórica de autovalidación en la constante referencia a los servicios sociales gratuitos que habían ofrecido a sus pueblos. Era la manera en que nos recordaban -día tras día- el alpiste, pero sin mencionar jamás la jaula.
La yamahiriya se constituyó en el sistema político promulgado por Gadafi en 1977, una especie de república en manos de todos, muy similar a la consigna "el poder del pueblo, ese sí es poder" que nos repetían a nosotros del lado de acá del Atlántico. Si las cosas no funcionaban en Libia, la culpa la tenían los propios ciudadanos que no sabían conducir su nación, si el descalabro económico se apoderaba de Cuba era porque la vagancia y el despilfarro de los individuos le agrietaban el rostro a la utopía. Tanto un líder como el otro sacudían frente a los ojos de sus súbditos el fantasma de la invasión extranjera y el regreso a la dependencia política como la peor de las claudicaciones. El anticolonialismo se constituyó en el lobo feroz que recordaba el excéntrico dirigente de origen bereber, a la par que el guía caribeño escarbaba en los resortes del antiimperialismo, convirtiendo la metáfora de David y Goliat en una perenne referencia a Cuba y Estados Unidos.

Los años noventa los encontraron a ambos quemándose en la hoguera que habían levantado con su terquedad y su actitud beligerante. Gadafi necesitaba limpiar su imagen hacia Occidente, mientras a Fidel Castro le urgía recaudar las divisas que le permitieran mantener el poder después del desplome del bloque socialista. El excéntrico presidente libio pagó indemnizaciones, se abrió tímidamente a la inversión extranjera, renegó -al menos públicamente- del terrorismo y hasta fue invitado por Barack Obama a la cumbre del G-8. El comandante de verde olivo fue más cauteloso, comenzó un proceso de reformas económicas que después trató de controlar con un retorno al centralismo, matizó su discurso belicoso con frases que aludían al daño ecológico que sufre el planeta y al concluir la primera década de este milenio se presentaba ya como un anciano sabio que publica reflexiones iluminadoras.

La prensa oficial cubana deslizó las primeras críticas a la actuación del hermano guía de la gran revolución libia. Le cuestionaba aquella reforma radical del régimen socialista que según él podría conducir a un "capitalismo popular". Tal parecía que los caminos que se habían entrecruzado una y otra vez, comenzaban a desplazarse en derroteros totalmente diferentes.

Sin embargo, con mis 23 años cumplidos, asistí al apretón cariñoso que se volvieron a dar ambos caudillos. A diferencia de aquel marzo de 1977, ya mi madre no quería ni oír hablar de su uniforme de miliciana y el líder libio era difícil de reconocer bajo el maquillaje, las telas y las gafas de sol. En 1998, cuando Fidel Castro participó en la Conferencia del Movimiento de los No Alineados, fue agasajado con el Premio Muamar el Gadafi a los Derechos Humanos que incluía la friolera de 250.000 dólares. Quedaba claro que el intercambio de galardones se constituía, junto a la colaboración económica y militar, las declaraciones de solidaridad y la ausencia de condena, en otra forma de apoyarse mutuamente, en una de las maneras elegidas por ambos para mover esos molinos que empujan -una y otra vez- las aguas del poder sobre sí mismos.